lunes, 24 de diciembre de 2007

MARTÍN ADÁN ANTE MACHU PICCHU

Desde hace por lo menos cuatro años se sabía que Martín Adán había vuelto, como un hijo pródigo, a la poesía abandonada por más de una década y que estaba escribiendo un canto a Machu Picchu. Algunas primicias de ese poema fueron incluidas, junto con fragmentos de textos de Pablo Neruda y Alberto Hidalgo, en la ¨plaquette¨Nuevas Piedras para Machu Picchu (Lima, 1961) que Juan Mejía Baca editó como homenaje poético a nuestro mayor monumento arqueológico. Se sabía también que, presa de un incontenible desborde lírico, Martín Adán alargaba y alargaba su poema, escribiéndolo con caótica vehemencia en libretas, servilletas de papel, envolturas. Finalmente, el largo trance de inspiración se detuvo y, pacientemente, Mejía Baca (el testigo más devoto de este desmesurado esfuerzo literario y humano) comenzó la tarea de recopilación y ordenación. Creemos que alguna vez vimos unos originales del poema que sumaban ya trescientas páginas, demasiado desde todo punto de vista. Con buen criterio y consciente de las circunstancias singulares en las que el poema fue escrito, el editor decidió publicar una versión definitiva que no excediese el número normal de páginas de un libro de poesía. Esa es La mano desasida que tenemos a la vista y por la cual tenemos que juzgar el dramático retorno poético de Martín Adán, el insólito novelista de La casa de cartón (1928), el barroco orfebre de La roca de la espinela, el torturado lírico de ¨Aloysius Acker¨.

En La mano desasida el testimonio personal tiende a absorber todo el sentido de la creación poética: es sumamente difícil leer el poema sin tocar al hombre que lo escribió, sin pensar en él y su real, concreta mano desasida de toda fe y toda solución. Hay que intentarlo, sin embargo, para medir con certeza su importancia literaria. Las exigencias temáticas, que podrían hacer suponer un empaque ¨épico¨en este canto a Machu Picchu, no le han hecho cambiar sustancialmente de voz: ni siquiera hay un aparato descriptivo lujoso como en Neruda, o el ardor nacional como en Hidalgo. Machu Picchu no ha sacado al poeta de sí: el poema nos habla más de él, que de la imponente ciudadela incaica. Es solo un pretexto, un motivo de comparación y aproximación para reflejar su propia crisis, su duda y su desgarramiento. El Machu Picchu que canta es nada más que un arquetipo a la medida de sus lucubraciones metafísicas:

¡Ah, piedra podrida,
Cómo me estoy muriendo!
Machu Picchu,
Olvido y presencia,
Muerte que murió, y otra vida,
Y mi oración y mi piedra
Simple callar mío ante la cosa,
Y la cosa humana, sobrehumana y cierta.
Ante Machu Picchu el poeta filosofa sobre la humanidad, la muerte, Dios, sobre sí mismo, impulsado por la contemplación contrastada de su trágica y palpitante finitud y la yerta eternidad de la piedra.

Cuando todo sea verdaderamente
Machu Picchu, tú ven a buscarme.
¡Ser, sólo ser, y siempre ser,
Uno solo ante el Universo!...
¡Lejos del Otro!
¡Lejos del Tiempo!...
Ser como yo nací
Ser como yo lo siento
Serme sin rosa alguna
Serme eterno...

Más monólogo que diálogo entre el ser y el objeto, el poema es una espiral de interrogantes que van y vienen, percutiendo sobre una misma cuestión, sobre una sola imagen central: ¨¿Cuándo será mi ser? ¿Cuándo mi mano/ ha de asir su ventura fortuita?¨. Ese continuo divagar resiente la estructura del poema, que parece desordenada e incierta, con grandes estancamientos en los que el pensamiento lírico no progresa y se frustra. En realidad, el texto da la sensación de que podría comenzar y acabar en cualquier parte: ha sido concebido como un fragmento de una divagación interminable. La debilidad estructural resiente también la tensión poética de muchos versos que parecen repeticiones inútiles; eso se hace más notorio porque junto al verso vacío y prosaico suelen aparecer otros, rotundos y deslumbrantes: ¨¡Ay, piedra exacta y maldita, / Echa, por fin tu agua de miel!/Yo te era necesario, Dios mío,/ Por eso me creaste,/Y me creaste después de la piedra,/Y antes de las necesidades¨. En resumen, los fragmentos publicados en 1961 nos dieron una impresión de gran consistencia que la versión definitiva (en la que esos fragmentos no aparecen) no alcanza a superar.

-JOSÉ MIGUEL OVIEDO. Lima, 1964.



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